martes, 27 de noviembre de 2007

EL SOLDADO INFIEL


Como buen genio, Bobby Fischer al parecer terminará preso de sus propios dones. La noticia de su internación en un hospital psiquiátrico de Reykiavik, Islandia, comienza a cerrar el ciclo de una de las leyendas más grandes del deporte mundial, el mito de una mente atormentada y enigmática que hizo prácticamente del ajedrez un deporte para ver los domingos por televisión con una cerveza en la mano.
Fisher fue un elegido, un grande de verdad, que a los 6 años ya dominaba el tablero y a los 14 era campeón de EE.UU. El hombre que muy joven deshizo la hegemonía soviética de 24 años en este deporte ante la atónita mirada del mundo, el cual observaba cómo en plena guerra fría Norteamérica le arrebataba el preciado botín a los rusos y se lo llevaba a casa por primera - y única - vez en su historia.
Para llegar a esto, un Fischer excéntrico pero domesticado, obedeció como buen soldado a Henry Kissinger, quien le pidió que ganará, y tras un comienzo dubitativo, venció inapelablemente en 1972 al soviético Boris Spassky, en el denominado “match del siglo”, disputado en la misma ciudad que hoy lo ve apagarse en la oscuridad de un manicomio. Comenzaba a nacer el mito y a morir el hombre.
Su título duró 3 años, pero su fama mucho más. Su talento le hubiese permitido estar en la cima por décadas, pero un carácter peculiar que crecía con la velocidad del éxito le hicieron perder el título por secretaría, al no aceptar las condiciones para defender su corona frente a otro ruso, Anatoly Karpov.
El ostracismo se apoderó de su persona. No se le veía por ninguna parte, hasta que en 1992 un magnate yugoeslavo reeditó el “match del siglo”, esta vez en tierras balcánicas, más específicamente en un Belgrado bloqueado por EE.UU. en aquellos años. El genio intacto venció de nuevo, llevándose tres millones de dólares. Sin embargo, esta vez no tuvo de su parte al gobierno norteamericano, si no que todo lo contrario: fue puesto en la lista de los más buscados por el FBI bajo el cargo de traición a la patria. Nada menos que 478 aeropuertos del mundo lo tenían bajo mira.
Eso no hizo más que acrecentar una condición que lo acompañó por siempre: su paranoia. Porque Bobby además de ser un excéntrico desde temprana edad (durante un torneo en Chile a los 16 años utilizó guardaespaldas y lanzó piedras a los monos en un zoológico), tenía perturbadores delirios de persecución. Una persecución que algunas veces se transformó en perspicacia, pero que en la mayoría de los casos, lo postró. Incluso, llegó a creer que sus amigos eran agentes de la CIA. Su odio a EE.UU. era irreversible; había pasado a ser el soldado infiel, un rebelde que horas después del atentado del 11 – S elogiaba a Bin Laden y decía “me cago en EE.UU.”, “muerte a EE.UU.”.
Su captura se hizo inminente y en 2004 fue apresado en un aeropuerto japonés. Estuvo allí unos meses hasta que Islandia lo acogió entregándole la nacionalidad.
En el frío escandinavo vive hasta estos días el genio de 64 años, ahora en un hospital psiquiátrico donde le intentan calmar sus fuertes paranoias, donde apaciguan ese cerebro que siempre pareció a punto de estallar, pero que poseía una brillantez que podría haber iluminado las interminables noches de los inviernos islandeses.
Esa misma mente fue la que le hizo tener un ego monstruoso, que lo hacía pensar que todos lo perseguían, que el mundo giraba en torno suyo y que en algún momento lo llevó a confesar: “Me gusta el momento en que rompo el ego de un hombre”.
Ahora, ese ego quizá comienza a apagarse, pero no a romperse, porque Bobby Fischer sabe que ya es parte de la historia, y que su propia historia siempre será digna de ser narrada.

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