viernes, 4 de enero de 2008

CICATRICES CÍCLICAS

“El arte de contar historias es el arte de seguir contándolas”
Walter Benjamin

Una tragedia siempre comienza en distintos puntos del tiempo y del espacio. La de la familia Barón Biza Sabattini podría iniciarse perfectamente en Córdoba, Argentina, una funesta noche de 1964. Aquel día, Clotilde tiene todo dispuesto para poner fin a 28 años de sufrimiento, citando a Raúl en su departamento para firmar el divorcio. Ambos están acompañados de sus abogados. El encuentro se sucedía con normalidad, incluso él, como era su costumbre, bebía un whisky tras otro. Sin embargo, uno de los vasos que Barón Biza preparaba no contenía licor escocés, sino ácido, el que lanzó sin contemplaciones al rostro de su ex mujer. Así comienza una carrera por llevar a Clotilde al hospital y empieza también la historia de uno de los libros más desgarradores del último tiempo: "El desierto y su semilla", escrito magistralmente en 1998 por uno de los hijos de la pareja, Jorge Barón Biza.
No obstante, las tragedias, por más inexplicables y repulsivas que parezcan, tienen un origen, como todo en la vida. Para entender el horrendo acto, sólo basta con remontarse en los años y ver quién era Raúl, el que minutos después de consumada su brutal acción, llegó a su departamento y puso fin a sus días con un disparo en la sien.
Raúl Barón Biza fue un político anarquista, un millonario dilapidador de fortuna, pero por sobre todo, un escritor maldito, admirador del Marqués de Sade. Fue el autor de "El derecho de matar", una novela que mezcla pornografía y filosofía siguiendo la tradición de su maestro, y que se transformó desde su publicación en la obra maldita de las letras latinoamericanas. Así, ganó detractores más que admiradores, provocando a quien se le pusiera por su paso. Estuvo preso por obscenidad, exiliado por política y recluido en una auto-invocada soledad por un afán de derribarlo todo. Años después de quedar viudo de Myriam Stteford - la actriz austriaca que murió trágicamente tras pilotear un avión, accidente por el que algunos responsabilizaron a su marido -, se casó con Clotilde Sabattini, la que a los 17 años era 20 menor que él. Si la diferencia de edad no le importó, mucho menos le interesó el hecho de que la joven fuera hija de uno de sus camaradas y pocos amigos, con el que rompió relaciones tras el matrimonio. De ahí en adelante vendrían tres hijos; rupturas y reconciliaciones eternas con su mujer; un duelo con su cuñado del que salió herido de consideración; años de escritura frenética de donde nació "Punto final", su más polémica y aclamada obra, y un odio que se acrecentaba y que se convirtió finalmente en un vaso con ácido.
La tragedia se remonta, pero también se sucede, y crece. Una realidad tremendamente estilizada literariamente alimenta a la ficción, pero no se queda, como pudo suceder, sólo en un argumento impresionante, terrorífico. El Desierto y su Semilla va mucho más allá. La novela describe, sin escatimar en detalles, el proceso de reconstrucción del rostro de Eligia (Clotilde), el que es acompañado en todo momento por su hijo, Mario (Jorge). Un camino hacia el abismo que continúa en Milán, Italia, donde Mario mezcla sus rutinarios días al servicio de su madre en una clínica, con interminables noches cargadas de alcohol, prostitutas y una amplia gama de seres perversos. De este modo, un joven Mario convive con lo monstruoso las 24 horas del día: con interminables cirugías reconstructivas de rostro durante la luz diurna y con cirugías de alma en la oscuridad milanesa.
La novela abarca más que un rostro desfigurado. Además de ser la historia de un hombre que vivió el mal y que aprendió – hasta cierto punto – a relacionarse con él, es la descripción de un país que se corroe, casi al mismo tiempo que la cara de Eligia. Una Argentina que llega a la más completa descomposición ideológica durante la segunda mitad del siglo XX.
Si esto no bastase, "El desierto y su semilla" está escrito con una variedad de recursos narrativos, los que pueden notarse cuando el escritor reproduce conversaciones en italiano a un español que pareciera absurdo, pero que no es otra cosa que el cocoliche, esa extraña mezcla de español con italiano hablada por los inmigrantes de este país europeo en el Buenos Aires de comienzo del siglo XX.
La semilla crece en el desierto y Eligia se recupera de su enésima operación y vuelve a Buenos Aires donde intenta continuar su interrumpida carrera como prestigiosa educadora y como incipiente política. Pero nada es lo mismo. Por eso, desencantada, Eligia, al igual que su cruel acompañante de tantos años, se suicida, lanzándose al vacío desde el ventanal de su departamento.
Ahí podría terminar la ya más que trágica historia y comenzar a nacer el mito de una novela que fue recibida merecidamente con los aplausos unánimes de la crítica. Pero no. Las cicatrices del rostro de Eligia se cierran pero las heridas del alma, si es que alguna vez cicatrizaron, se reabrieron en los Barón Biza. Así viene el suicidio en el mismo año - el 2001, donde se puede cerrar esta historia - de María Cristina, la hija menor de la pareja, y también de un Jorge que no pudo escapar a las lesiones del destino y se quitó la vida, como su padre, como su hermana, pero principalmente como su madre, al lanzarse desde el duodécimo piso de un edificio cordobés y dejar atrás su cruda realidad, su maquillada ficción. Ya no hay forma de volver atrás, de sembrar en terreno fértil. Porque como escribió Barón Biza en la novela, su padre “abrió un desierto al que no se le ven fronteras, género de mal que ya no necesita ejercitarse en la agresión, porque se ha encerrado en un orbe en el que no cabe lo humano; un mundo narcisista, que se crea a sí mismo, que corta toda relación, toda perspectiva, toda reunificación”.
Esta es la historia de una familia y el argumento de una novela que maravilla, pero que puede causar espanto en muchos lectores. Sin embargo, como escribió Daniel Link en Página 12, Barón Biza demostró que “la literatura es otra cosa diferente del dolor. Es precisamente el instante en el cual el dolor debe cesar para transformarse en otra cosa. Es el trabajo para darle al dolor existencial una cualidad diferente: la exactitud, la precisión, la distancia de la escritura”. Y eso, indudablemente, perdurará por siempre, más allá de que las cicatrices sigan sin cerrarse y continúen dando vueltas en el tiempo y el espacio.

No hay comentarios: