domingo, 27 de enero de 2008

EL HOMBRE EN LAS NUBES

“¡Qué aburrida sería la vida si tuviéramos que sufrir monótonos cielos despejados día tras día!” Gavin Pretor-Pinney

Dylan canta en ese verdadero himno del pacifismo que es "Blowin’ in the wind" que las respuestas a muchas de esas interrogantes incontestadas que acompañan nuestras vidas, y que sin duda es trascendente hacerse para una existencia más completa, están soplando en el viento. En otras palabras, en lo abstracto, en todo eso que no podemos palpar pero que está tan cercano a nosotros y que muchas veces ignoramos. Sólo hay que buscar.
Para el británico Gavin Pretor-Pinney, la respuesta claramente está en las nubes. Al menos así lo he comprobado tras leer el libro “Guía del observador de nubes”, el cual llegó a mis manos hace algunas semanas gracias a una amiga y que tenía casi olvidado producto de tediosos exámenes. En este extraño libro, Pretor-Pinney nos plantea cómo la observación diaria de las nubes nos puede transformar la vida y llevarnos por minutos a un placentero estado. Sí, tal cual. Como un verdadero escudero, este hombre defiende con dedicación a las nubes de todos los ataques, a su juicio injustos. “Las nubes se valoran de forma perjudicial, integrándolas incluso en expresiones negativas del lenguaje cotidiano como tener la visión nublada o tener una nube encima de la cabeza”, ha explicado el autor de este libro rechazado inicialmente por 26 editores, pero que se ha convertido en éxito de ventas en Gran Bretaña, traduciéndose a más de 15 idiomas y siendo recibido con beneplácito por la crítica.
Es que el libro sorprende, quizás porque no se espera mucho de él, ya que el argumento puede ser a simple vista irrisorio, digno de cumplir sólo por un ocioso recalcitrante. Sin embargo, al adentrarse en sus páginas es posible disfrutar de una amalgama interesante, donde están presentes la ciencia, los viajes, una exhaustiva investigación, historia, múltiples anécdotas, mitos, arte, literatura…Todo esto unido por las nubes.
El desfile de ideas en el texto es francamente curioso. En cada capítulo su autor nos cuenta algo novedoso, como los tipos de nubes – las de color madre perlas; las virgas, que parecen grandes animales voladores; los autocúmulos lenticulares, que se pueden confundir con ovnis, o la gloria matutina, que tiene forma de tubo, se mueve a 60 kilómetros por hora y es anhelada por quienes desean flotar por el aire sin motor -, o anécdotas, como el hombre que cayó desde 15.000 metros de altura tras una avería de su avión y permaneció 40 minutos entre una nube, viviendo para contarlo, o que EEUU bombardeaba nubes en la guerra de Vietnam para provocar lluvias que inmovilizaran el accionar del Vietcong.
¿Pero quién es este hombre que parece sacado de una novela de Baricco y que se da el tiempo de escribir un libro sobre las nubes?
Gavin Pretor-Pinney es un filósofo de 39 años, quien ha confesado sentirse atraído por la anarquía. Para muchos es un loco, un excéntrico que no tiene nada que hacer. Para otros es simplemente un soñador. Lo cierto es que esta persona puede decir con orgullo que hace en la vida lo que quiere: mirar nubes, y lo que es mejor, vivir de ello. Sí, porque este inglés desde mucho tiempo supo que el tener un jefe no era lo suyo, por lo cual fundó hace 14 años la revista The Ilder (El Ocioso), donde pregonaba un estilo de vida al margen de la concepción clásica del trabajo.
Como siempre entendió de nubes (las contemplaba y estudiaba incansablemente desde los 5 años), un buen día decidió dar una charla sobre el tema. Ante el temor de que no fuese nadie, Pretor-Pinney publicitó su primera conferencia con una mentira: “Charla inaugural de la Asociación de Observadores de Nubes”. La falsedad radicaba en que esta organización sólo funcionaba en su mente. Pero la idea tuvo éxito y mucha gente le pidió tras su ponencia inscribirse en la asociación. Y él, sin pensarlo, aquel día tuvo que crearla con insospechados resultados. En la actualidad, la Asociación de Observadores de Nubes cuenta con más de 11.000 socios en 47 países del mundo y su fundador se dedica a viajar persiguiendo nubes (cruzó el mundo para ver la gloria matutina en Australia), y reivindicarlas, intentando que todos apreciemos su belleza, que no solamente las miremos, sino que las sintamos, que, incluso, las olamos. Porque como dice este filósofo, “las nubes constituyen la parte más poética de la naturaleza, uno de sus espectáculos más maravillosos. Son igualitarias, todo el mundo puede verlas. Cambian continuamente. Tienen personalidad: los cúmulos son alegres; los estratos, depresivos; los cúmulo nimbos, apasionados, enérgicos, peligrosos; los cirros, delicados, gentiles. Están llenas de interesantes contradicciones: tapan el sol pero a la vez rebosan de belleza con él cuando se pone, pueden resultar claustrofóbicas cuando son bajas e imagen de la libertad cuando cruzan el cielo en las alturas...”.
Lo de Pretor-Pinney hace pensar. Por lo menos, consigue que alcemos la vista, posiblemente sólo por curiosidad, y miremos un momento hacia el cielo y ya no lo veamos de la misma manera. Deja la invitación abierta al ocio de la contemplación, el que puede transformarse en un panorama digno de goce. En un imperdible. ¿O no eran los clásicos quienes decían que las grandes cosas a ser vistas en este mundo eran el sol, las estrellas, el agua y, por supuesto, las nubes?

viernes, 4 de enero de 2008

CICATRICES CÍCLICAS

“El arte de contar historias es el arte de seguir contándolas”
Walter Benjamin

Una tragedia siempre comienza en distintos puntos del tiempo y del espacio. La de la familia Barón Biza Sabattini podría iniciarse perfectamente en Córdoba, Argentina, una funesta noche de 1964. Aquel día, Clotilde tiene todo dispuesto para poner fin a 28 años de sufrimiento, citando a Raúl en su departamento para firmar el divorcio. Ambos están acompañados de sus abogados. El encuentro se sucedía con normalidad, incluso él, como era su costumbre, bebía un whisky tras otro. Sin embargo, uno de los vasos que Barón Biza preparaba no contenía licor escocés, sino ácido, el que lanzó sin contemplaciones al rostro de su ex mujer. Así comienza una carrera por llevar a Clotilde al hospital y empieza también la historia de uno de los libros más desgarradores del último tiempo: "El desierto y su semilla", escrito magistralmente en 1998 por uno de los hijos de la pareja, Jorge Barón Biza.
No obstante, las tragedias, por más inexplicables y repulsivas que parezcan, tienen un origen, como todo en la vida. Para entender el horrendo acto, sólo basta con remontarse en los años y ver quién era Raúl, el que minutos después de consumada su brutal acción, llegó a su departamento y puso fin a sus días con un disparo en la sien.
Raúl Barón Biza fue un político anarquista, un millonario dilapidador de fortuna, pero por sobre todo, un escritor maldito, admirador del Marqués de Sade. Fue el autor de "El derecho de matar", una novela que mezcla pornografía y filosofía siguiendo la tradición de su maestro, y que se transformó desde su publicación en la obra maldita de las letras latinoamericanas. Así, ganó detractores más que admiradores, provocando a quien se le pusiera por su paso. Estuvo preso por obscenidad, exiliado por política y recluido en una auto-invocada soledad por un afán de derribarlo todo. Años después de quedar viudo de Myriam Stteford - la actriz austriaca que murió trágicamente tras pilotear un avión, accidente por el que algunos responsabilizaron a su marido -, se casó con Clotilde Sabattini, la que a los 17 años era 20 menor que él. Si la diferencia de edad no le importó, mucho menos le interesó el hecho de que la joven fuera hija de uno de sus camaradas y pocos amigos, con el que rompió relaciones tras el matrimonio. De ahí en adelante vendrían tres hijos; rupturas y reconciliaciones eternas con su mujer; un duelo con su cuñado del que salió herido de consideración; años de escritura frenética de donde nació "Punto final", su más polémica y aclamada obra, y un odio que se acrecentaba y que se convirtió finalmente en un vaso con ácido.
La tragedia se remonta, pero también se sucede, y crece. Una realidad tremendamente estilizada literariamente alimenta a la ficción, pero no se queda, como pudo suceder, sólo en un argumento impresionante, terrorífico. El Desierto y su Semilla va mucho más allá. La novela describe, sin escatimar en detalles, el proceso de reconstrucción del rostro de Eligia (Clotilde), el que es acompañado en todo momento por su hijo, Mario (Jorge). Un camino hacia el abismo que continúa en Milán, Italia, donde Mario mezcla sus rutinarios días al servicio de su madre en una clínica, con interminables noches cargadas de alcohol, prostitutas y una amplia gama de seres perversos. De este modo, un joven Mario convive con lo monstruoso las 24 horas del día: con interminables cirugías reconstructivas de rostro durante la luz diurna y con cirugías de alma en la oscuridad milanesa.
La novela abarca más que un rostro desfigurado. Además de ser la historia de un hombre que vivió el mal y que aprendió – hasta cierto punto – a relacionarse con él, es la descripción de un país que se corroe, casi al mismo tiempo que la cara de Eligia. Una Argentina que llega a la más completa descomposición ideológica durante la segunda mitad del siglo XX.
Si esto no bastase, "El desierto y su semilla" está escrito con una variedad de recursos narrativos, los que pueden notarse cuando el escritor reproduce conversaciones en italiano a un español que pareciera absurdo, pero que no es otra cosa que el cocoliche, esa extraña mezcla de español con italiano hablada por los inmigrantes de este país europeo en el Buenos Aires de comienzo del siglo XX.
La semilla crece en el desierto y Eligia se recupera de su enésima operación y vuelve a Buenos Aires donde intenta continuar su interrumpida carrera como prestigiosa educadora y como incipiente política. Pero nada es lo mismo. Por eso, desencantada, Eligia, al igual que su cruel acompañante de tantos años, se suicida, lanzándose al vacío desde el ventanal de su departamento.
Ahí podría terminar la ya más que trágica historia y comenzar a nacer el mito de una novela que fue recibida merecidamente con los aplausos unánimes de la crítica. Pero no. Las cicatrices del rostro de Eligia se cierran pero las heridas del alma, si es que alguna vez cicatrizaron, se reabrieron en los Barón Biza. Así viene el suicidio en el mismo año - el 2001, donde se puede cerrar esta historia - de María Cristina, la hija menor de la pareja, y también de un Jorge que no pudo escapar a las lesiones del destino y se quitó la vida, como su padre, como su hermana, pero principalmente como su madre, al lanzarse desde el duodécimo piso de un edificio cordobés y dejar atrás su cruda realidad, su maquillada ficción. Ya no hay forma de volver atrás, de sembrar en terreno fértil. Porque como escribió Barón Biza en la novela, su padre “abrió un desierto al que no se le ven fronteras, género de mal que ya no necesita ejercitarse en la agresión, porque se ha encerrado en un orbe en el que no cabe lo humano; un mundo narcisista, que se crea a sí mismo, que corta toda relación, toda perspectiva, toda reunificación”.
Esta es la historia de una familia y el argumento de una novela que maravilla, pero que puede causar espanto en muchos lectores. Sin embargo, como escribió Daniel Link en Página 12, Barón Biza demostró que “la literatura es otra cosa diferente del dolor. Es precisamente el instante en el cual el dolor debe cesar para transformarse en otra cosa. Es el trabajo para darle al dolor existencial una cualidad diferente: la exactitud, la precisión, la distancia de la escritura”. Y eso, indudablemente, perdurará por siempre, más allá de que las cicatrices sigan sin cerrarse y continúen dando vueltas en el tiempo y el espacio.