domingo, 10 de febrero de 2008

IMAGINACIÓN Y MEMORIA

"¿Había estado ciego y sordo, o había sido necesaria la severa luz del desastre para encontrar mi verdadera naturaleza?", Jean-Dominique Bauby

¿Qué se puede hacer cuando estás en la plenitud de tu vida, eres exitoso profesionalmente, codiciado por las mujeres, tienes unos hijos que te adoran y amigos que te admiran, pero un inesperado accidente cerebrovascular te trunca un futuro esplendoroso dejándote tetrapléjico, prácticamente sin capacidad de comunicarte? Las opciones son tres, incluso, sin ser excluyentes, pueden evolucionar en el mismo orden cronológicamente: la primera, la más común, es querer morirte y despotricar por haber quedado vivo. La segunda es asumir tu nuevo estado y dejar que los días pasen cada vez más lentos hasta que tu vida se apague definitivamente. Y la última, la más difícil, es utilizar las dos cosas que el destino no te arrebató: la imaginación y la memoria, y transformarlas en las herramientas de liberación que te permitan despojarte de las ataduras corporales.
Esta última opción fue la escogida por el periodista francés Jean-Dominique Bauby.
Redactor jefe de la revista Elle, Bauby estaba en 1995, a los 43 años de edad, en la cima. Había publicado un libro y tenía en proyecto otro, una moderna adaptación de “El conde de monte cristo”, en la que mantendría el móvil de venganza del clásico de Dumas pero esta vez desde una visión femenina. Sin embargo, la vida le trastocó sus planes. Tras el accidente le habían diagnosticado el “síndrome de cautiverio”. Estaba postrado, inmovilizado de pies a cabeza, inserto en una escafandra, pero con su mente tan lúcida como siempre y con un ojo izquierdo que le permitía expresar todas sus vivencias, capaz de echarse a volar como una mariposa.
De esta manera, un tedioso sistema le llevo al único modo de comunicación posible, el parpadeo, con el que hilvanaba letra por letra cada uno de sus pensamientos. Así empezó a dialogar con su ex esposa, sus hijos, sus terapeutas, sus amigos; a escribir cartas y a dictar lo que llamaría “diario de un viaje inmóvil”, texto en el que Bauby contaba sus recuerdos, sus sueños, sus sentimientos. En síntesis, a utilizar la imaginación y la memoria. Un libro extraño que posteriormente se llamaría “La escafandra y la mariposa”, una metáfora de lo que le acontecía y que se transformó en un fenómeno literario en su país.
Pasó más de una década y el libro fue llevado a la pantalla grande de la mano del director Julian Schnabel, el que ya había conmovido con “Antes que anochezca”. Así, fui hace algunos días al cine con ganas de ver una historia que emociona pero que podía convertirse en una nueva víctima de las adaptaciones cinematográficas. Los numerosos premios que ha recibido la cinta (mejor película y mejor director en los Globos de Oro y mejor director en Cannes) y las 4 nominaciones a los próximos Oscar (mejor director, guión adaptado, fotografía y montaje), podían indicar algo, pero no para fiarse.
Lo de Schnabel era peligroso. En primer lugar, porque la historia lo podía hacer caer en tópicos de la peor de las sensiblerías, en el melodrama barato de un hombre que lucha por sobreponerse a las adversidades. En segundo lugar, porque había que encontrar a un actor de peso para interpretar convincentemente a un Bauby paralizado pero en ocasiones lleno de vida. Tercero, si bien no he leído el libro, sé que tiene sólo 150 paginas en letra grande, por lo que había que ir un paso más allá para filmar una película de dos horas. Y por último, porque la intención de mostrar la visión de un ojo podía tornarse extremadamente tediosa para el espectador. Un experimento arriesgado.
Sin embargo, bajo la premisa de los riesgos necesarios, el director francés consigue cada uno de sus propósitos. No sólo logra realizar una película llena de emoción, que no provoca lástima y que al hacer una comparación (imposible no hacerla) con “Mar adentro”, la cinta de Aménabar, siendo ésta una buena película, queda muy mal parada, pareciendo casi infantil.
En cuanto al protagonista, la elección no pudo ser más acertada, pese a que la primera opción era Johnny Deep. Mathieu Amalric es creíble en todo momento, logrando que simpatices con su sutil humor o que te estremezcas con su sufrimiento.
Finalmente, la inusual manera de narrar la historia, a través de un ojo, impresiona. La cámara siempre en cine debiese comunicar, pero esta vez radicalmente se transforma en una extensión del cuerpo humano, llevando a la plenitud la teoría de McLuhan.
Creo que costará que el espectador que apreció esta película se vuelva a encontrar por un tiempo con una experiencia similar. 117 minutos que te llenan de vida y que te persuaden de que la libertad está lejos de ser algo físico. El acierto de Schnabel es hacer suya la libertad mental de Bauby y ser capaz de traspasarla al público de forma realista, sin maquillajes.
El arte, muchas veces atrapado en cadenas que le impiden expandirse y crear, debiese aprender de esta película (o de Bauby) y ver cómo se puede volar y llevar la imaginación a lugares lejanos. La vida en muchas ocasiones está atrapada en una escafandra y de nosotros depende hacerla una mariposa.

domingo, 27 de enero de 2008

EL HOMBRE EN LAS NUBES

“¡Qué aburrida sería la vida si tuviéramos que sufrir monótonos cielos despejados día tras día!” Gavin Pretor-Pinney

Dylan canta en ese verdadero himno del pacifismo que es "Blowin’ in the wind" que las respuestas a muchas de esas interrogantes incontestadas que acompañan nuestras vidas, y que sin duda es trascendente hacerse para una existencia más completa, están soplando en el viento. En otras palabras, en lo abstracto, en todo eso que no podemos palpar pero que está tan cercano a nosotros y que muchas veces ignoramos. Sólo hay que buscar.
Para el británico Gavin Pretor-Pinney, la respuesta claramente está en las nubes. Al menos así lo he comprobado tras leer el libro “Guía del observador de nubes”, el cual llegó a mis manos hace algunas semanas gracias a una amiga y que tenía casi olvidado producto de tediosos exámenes. En este extraño libro, Pretor-Pinney nos plantea cómo la observación diaria de las nubes nos puede transformar la vida y llevarnos por minutos a un placentero estado. Sí, tal cual. Como un verdadero escudero, este hombre defiende con dedicación a las nubes de todos los ataques, a su juicio injustos. “Las nubes se valoran de forma perjudicial, integrándolas incluso en expresiones negativas del lenguaje cotidiano como tener la visión nublada o tener una nube encima de la cabeza”, ha explicado el autor de este libro rechazado inicialmente por 26 editores, pero que se ha convertido en éxito de ventas en Gran Bretaña, traduciéndose a más de 15 idiomas y siendo recibido con beneplácito por la crítica.
Es que el libro sorprende, quizás porque no se espera mucho de él, ya que el argumento puede ser a simple vista irrisorio, digno de cumplir sólo por un ocioso recalcitrante. Sin embargo, al adentrarse en sus páginas es posible disfrutar de una amalgama interesante, donde están presentes la ciencia, los viajes, una exhaustiva investigación, historia, múltiples anécdotas, mitos, arte, literatura…Todo esto unido por las nubes.
El desfile de ideas en el texto es francamente curioso. En cada capítulo su autor nos cuenta algo novedoso, como los tipos de nubes – las de color madre perlas; las virgas, que parecen grandes animales voladores; los autocúmulos lenticulares, que se pueden confundir con ovnis, o la gloria matutina, que tiene forma de tubo, se mueve a 60 kilómetros por hora y es anhelada por quienes desean flotar por el aire sin motor -, o anécdotas, como el hombre que cayó desde 15.000 metros de altura tras una avería de su avión y permaneció 40 minutos entre una nube, viviendo para contarlo, o que EEUU bombardeaba nubes en la guerra de Vietnam para provocar lluvias que inmovilizaran el accionar del Vietcong.
¿Pero quién es este hombre que parece sacado de una novela de Baricco y que se da el tiempo de escribir un libro sobre las nubes?
Gavin Pretor-Pinney es un filósofo de 39 años, quien ha confesado sentirse atraído por la anarquía. Para muchos es un loco, un excéntrico que no tiene nada que hacer. Para otros es simplemente un soñador. Lo cierto es que esta persona puede decir con orgullo que hace en la vida lo que quiere: mirar nubes, y lo que es mejor, vivir de ello. Sí, porque este inglés desde mucho tiempo supo que el tener un jefe no era lo suyo, por lo cual fundó hace 14 años la revista The Ilder (El Ocioso), donde pregonaba un estilo de vida al margen de la concepción clásica del trabajo.
Como siempre entendió de nubes (las contemplaba y estudiaba incansablemente desde los 5 años), un buen día decidió dar una charla sobre el tema. Ante el temor de que no fuese nadie, Pretor-Pinney publicitó su primera conferencia con una mentira: “Charla inaugural de la Asociación de Observadores de Nubes”. La falsedad radicaba en que esta organización sólo funcionaba en su mente. Pero la idea tuvo éxito y mucha gente le pidió tras su ponencia inscribirse en la asociación. Y él, sin pensarlo, aquel día tuvo que crearla con insospechados resultados. En la actualidad, la Asociación de Observadores de Nubes cuenta con más de 11.000 socios en 47 países del mundo y su fundador se dedica a viajar persiguiendo nubes (cruzó el mundo para ver la gloria matutina en Australia), y reivindicarlas, intentando que todos apreciemos su belleza, que no solamente las miremos, sino que las sintamos, que, incluso, las olamos. Porque como dice este filósofo, “las nubes constituyen la parte más poética de la naturaleza, uno de sus espectáculos más maravillosos. Son igualitarias, todo el mundo puede verlas. Cambian continuamente. Tienen personalidad: los cúmulos son alegres; los estratos, depresivos; los cúmulo nimbos, apasionados, enérgicos, peligrosos; los cirros, delicados, gentiles. Están llenas de interesantes contradicciones: tapan el sol pero a la vez rebosan de belleza con él cuando se pone, pueden resultar claustrofóbicas cuando son bajas e imagen de la libertad cuando cruzan el cielo en las alturas...”.
Lo de Pretor-Pinney hace pensar. Por lo menos, consigue que alcemos la vista, posiblemente sólo por curiosidad, y miremos un momento hacia el cielo y ya no lo veamos de la misma manera. Deja la invitación abierta al ocio de la contemplación, el que puede transformarse en un panorama digno de goce. En un imperdible. ¿O no eran los clásicos quienes decían que las grandes cosas a ser vistas en este mundo eran el sol, las estrellas, el agua y, por supuesto, las nubes?

viernes, 4 de enero de 2008

CICATRICES CÍCLICAS

“El arte de contar historias es el arte de seguir contándolas”
Walter Benjamin

Una tragedia siempre comienza en distintos puntos del tiempo y del espacio. La de la familia Barón Biza Sabattini podría iniciarse perfectamente en Córdoba, Argentina, una funesta noche de 1964. Aquel día, Clotilde tiene todo dispuesto para poner fin a 28 años de sufrimiento, citando a Raúl en su departamento para firmar el divorcio. Ambos están acompañados de sus abogados. El encuentro se sucedía con normalidad, incluso él, como era su costumbre, bebía un whisky tras otro. Sin embargo, uno de los vasos que Barón Biza preparaba no contenía licor escocés, sino ácido, el que lanzó sin contemplaciones al rostro de su ex mujer. Así comienza una carrera por llevar a Clotilde al hospital y empieza también la historia de uno de los libros más desgarradores del último tiempo: "El desierto y su semilla", escrito magistralmente en 1998 por uno de los hijos de la pareja, Jorge Barón Biza.
No obstante, las tragedias, por más inexplicables y repulsivas que parezcan, tienen un origen, como todo en la vida. Para entender el horrendo acto, sólo basta con remontarse en los años y ver quién era Raúl, el que minutos después de consumada su brutal acción, llegó a su departamento y puso fin a sus días con un disparo en la sien.
Raúl Barón Biza fue un político anarquista, un millonario dilapidador de fortuna, pero por sobre todo, un escritor maldito, admirador del Marqués de Sade. Fue el autor de "El derecho de matar", una novela que mezcla pornografía y filosofía siguiendo la tradición de su maestro, y que se transformó desde su publicación en la obra maldita de las letras latinoamericanas. Así, ganó detractores más que admiradores, provocando a quien se le pusiera por su paso. Estuvo preso por obscenidad, exiliado por política y recluido en una auto-invocada soledad por un afán de derribarlo todo. Años después de quedar viudo de Myriam Stteford - la actriz austriaca que murió trágicamente tras pilotear un avión, accidente por el que algunos responsabilizaron a su marido -, se casó con Clotilde Sabattini, la que a los 17 años era 20 menor que él. Si la diferencia de edad no le importó, mucho menos le interesó el hecho de que la joven fuera hija de uno de sus camaradas y pocos amigos, con el que rompió relaciones tras el matrimonio. De ahí en adelante vendrían tres hijos; rupturas y reconciliaciones eternas con su mujer; un duelo con su cuñado del que salió herido de consideración; años de escritura frenética de donde nació "Punto final", su más polémica y aclamada obra, y un odio que se acrecentaba y que se convirtió finalmente en un vaso con ácido.
La tragedia se remonta, pero también se sucede, y crece. Una realidad tremendamente estilizada literariamente alimenta a la ficción, pero no se queda, como pudo suceder, sólo en un argumento impresionante, terrorífico. El Desierto y su Semilla va mucho más allá. La novela describe, sin escatimar en detalles, el proceso de reconstrucción del rostro de Eligia (Clotilde), el que es acompañado en todo momento por su hijo, Mario (Jorge). Un camino hacia el abismo que continúa en Milán, Italia, donde Mario mezcla sus rutinarios días al servicio de su madre en una clínica, con interminables noches cargadas de alcohol, prostitutas y una amplia gama de seres perversos. De este modo, un joven Mario convive con lo monstruoso las 24 horas del día: con interminables cirugías reconstructivas de rostro durante la luz diurna y con cirugías de alma en la oscuridad milanesa.
La novela abarca más que un rostro desfigurado. Además de ser la historia de un hombre que vivió el mal y que aprendió – hasta cierto punto – a relacionarse con él, es la descripción de un país que se corroe, casi al mismo tiempo que la cara de Eligia. Una Argentina que llega a la más completa descomposición ideológica durante la segunda mitad del siglo XX.
Si esto no bastase, "El desierto y su semilla" está escrito con una variedad de recursos narrativos, los que pueden notarse cuando el escritor reproduce conversaciones en italiano a un español que pareciera absurdo, pero que no es otra cosa que el cocoliche, esa extraña mezcla de español con italiano hablada por los inmigrantes de este país europeo en el Buenos Aires de comienzo del siglo XX.
La semilla crece en el desierto y Eligia se recupera de su enésima operación y vuelve a Buenos Aires donde intenta continuar su interrumpida carrera como prestigiosa educadora y como incipiente política. Pero nada es lo mismo. Por eso, desencantada, Eligia, al igual que su cruel acompañante de tantos años, se suicida, lanzándose al vacío desde el ventanal de su departamento.
Ahí podría terminar la ya más que trágica historia y comenzar a nacer el mito de una novela que fue recibida merecidamente con los aplausos unánimes de la crítica. Pero no. Las cicatrices del rostro de Eligia se cierran pero las heridas del alma, si es que alguna vez cicatrizaron, se reabrieron en los Barón Biza. Así viene el suicidio en el mismo año - el 2001, donde se puede cerrar esta historia - de María Cristina, la hija menor de la pareja, y también de un Jorge que no pudo escapar a las lesiones del destino y se quitó la vida, como su padre, como su hermana, pero principalmente como su madre, al lanzarse desde el duodécimo piso de un edificio cordobés y dejar atrás su cruda realidad, su maquillada ficción. Ya no hay forma de volver atrás, de sembrar en terreno fértil. Porque como escribió Barón Biza en la novela, su padre “abrió un desierto al que no se le ven fronteras, género de mal que ya no necesita ejercitarse en la agresión, porque se ha encerrado en un orbe en el que no cabe lo humano; un mundo narcisista, que se crea a sí mismo, que corta toda relación, toda perspectiva, toda reunificación”.
Esta es la historia de una familia y el argumento de una novela que maravilla, pero que puede causar espanto en muchos lectores. Sin embargo, como escribió Daniel Link en Página 12, Barón Biza demostró que “la literatura es otra cosa diferente del dolor. Es precisamente el instante en el cual el dolor debe cesar para transformarse en otra cosa. Es el trabajo para darle al dolor existencial una cualidad diferente: la exactitud, la precisión, la distancia de la escritura”. Y eso, indudablemente, perdurará por siempre, más allá de que las cicatrices sigan sin cerrarse y continúen dando vueltas en el tiempo y el espacio.

lunes, 10 de diciembre de 2007

CUANDO EL EXISTENCIALISMO SE HIZO MÚSICA...



¿Cómo un grupo de rock puede seguir innovando y sorprendiendo cuando parece que ya se ha escuchado todo? ¿Cómo puede una banda metamorfosearse con cada nuevo disco sin prostituirse, dejando atónitos a críticos y extasiados a fans? ¿Cómo se hace para darle un zarpazo a las industrias discográficas y seguir siendo idolatrados por éstas? Y por último, ¿cómo se hace para elaborar letras profundas que se acercan a lo que es el alma del hombre contemporáneo en medio del gélido mundo del pop?
Sin duda, si hay algún grupo que puede tener respuestas a estas interrogantes es Radiohead, la banda que si todo sale como espero, tendré la posibilidad de ver por primera vez en vivo el 12 de junio del próximo año cuando se presenten en el marco del Festival Daydream de Barcelona. Un sueño.
Como esos grandes actores que pueden salir a escena e interpretar los más diversos papeles sintiéndose como peces en el agua, Radiohead posee una versatilidad natural que se ve reflejada en los cambios que van introduciendo en cada disco. "Pablo Honey" no se parece a "The bends" y "Amnisiac" no es similar al increíble "OK Computer", por nombrar algunos de sus discos. En cada uno de éstos se denota un marcado interés por ser vanguardistas, por ir un paso más allá que el resto. Y lo que es mejor: siempre salen bien parados de este difícil desafío.
Lo de "OK Computer" raya lo soberbio, siendo uno de esos discos imprescindibles, que debe de estar entre los 10 mejores de la historia del rock. El disco estandarte de la "Generación X", la que describe Douglas Coupland en su novela del mismo nombre, y que se caracteriza por ir frente a la vida como no esperando ni creyendo en nada. El disco del hombre alienado, del consumismo, de la soledad, de las nuevas tecnologías…
En el mundo de Radiohead no sólo se puede mezclar éxito comercial con evolución artística, sino que también hay espacio para un marcado interés por temas sociales y una cada vez más extensa gama de imitadores. Hacía mucho que una banda no reunía todo esto, dicen los expertos. Eso ya comienza a hacerlos únicos. Algo que se confirmó con el lanzamiento mundial hace algunos meses de su disco "In Rainbows", el cual por primera vez ofrecía a sus fans la posibilidad de descargarlo por Internet pagando el precio que quisieran, incluso gratis. Más allá de los debates si la propuesta fue exitosa o no - hay quienes dicen que cerca de un 60 % bajó el disco sin pagar nada -, el atrevimiento de la novedosa iniciativa ya ha hecho que muchos músicos piensen en un camino similar que sirva para propagarse y combatir a la piratería.
Radiohead se ha transformado en objeto de culto. No sólo por su innegable calidad musical, sino también por ser símbolos de un desencanto tan propio de la generación de los 90. El cerebro de este existencialismo no es otro que Tom Yorke, un verdadero poeta de la música que hace himnos para la gente que pierde en la vida y que los interpreta con esa voz dulce y desgarrada que pareciera brotar desde un oscuro y silencioso bosque. En síntesis, Yorke hace música para casi todos, porque los triunfadores, como se sabe, son muy pocos, y como escribió Scott Fitzgerald y popularizó Sabina, nada mejor que hablar desde la autoridad otorgada por el fracaso.
Este ser despreciativo y ensimismado que es Yorke, que intenta buscar en la música ese placentero estado donde pueda dejar atrás todas sus angustias, sus ansias, creó "Creep", la canción que fue censurada por la BBC 1 por “depresiva” y que mejor refleja quizás los miedos que han atravesado muchos, al narrar la historia de un hombre borracho que trata de atraer a una chica pero que sólo lo consigue cuando pierde la confianza en sí mismo. Como tenía que ser, el tema fue un hit, que llevó a la banda a dejar de tocarlo por años, tal como hizo Nirvana con "Smell like teens spirit", para no ser encasillados. No podría haber salido de otra mente que de la de Tom Yorke una canción así o un disco como "Ok Computer". Sólo pudieron ser creaciones suyas, de una persona que vivió durante años una lucha desgastadora y atormentante por mejorar ese ojo paralizado con el que nació y que lo fue haciendo un solitario con una personalidad inadaptada, sensible y sumamente perspicaz, la cual lo ha alejado con creces de la imagen tópica del rock star, que se traduce en una vida tranquila junto a su mujer de toda la vida y sus hijos.
Y el resto de la banda maneja los mismos códigos. Como muy bien los describió en un artículo el periodista Enrique Martínez “son la típica pandilla de autistas que los fines de semana lía un porro tras otro, mientras se emborracha sentado, no baila ni aunque le disparen a los pies, y se dedica a arreglar el mundo discutiendo (o más bien dándose la razón) interminablemente, mientras que, cuando ya están completamente ciegos, hablan de lo que de verdad les hierve la sangre: su última adquisición discográfica, o la última película francesa o vietnamita que han visto”.
Para alguien que se crió escuchando el mito de que Radiohead iría alguna vez a Sudamérica, un rumor que se transformó para muchos en una broma de mal gusto, poder oír en vivo en un festival en Barcelona a la mejor banda del mundo desde hace muchos años será un placer… un placer de esos esperados, de los que se disfrutan más. Por eso les digo a Yorke y compañía, desde este humilde espacio, que cuenten conmigo ese 12 de junio, donde el existencialismo una vez más se hará música.

CENIZAS EN EL INFIERNO


Hace exactamente un año, una tarde de domingo en el que el sol golpeaba fuerte sobre Santiago, murió Pinochet. Justo un 10 de diciembre, en el que por esas absurdas paradojas con que suele golpearnos el destino, dejó de existir mientras se conmemoraba en el mundo el Día Internacional de los Derechos Humanos.
La noticia me tomó por sorpresa. Sus dos semanas internado en el Hospital Militar, ante el cuidado exclusivo de médicos que informaban sobre la gravedad de un dictador que podía resistir múltiples infartos, hacían creer que se trataba de uno de los tantos trucos apelados por su defensa para eludirlo una vez más de la inoperante Justicia chilena. Sorpresa además porque a una generación entera de chilenos nos hizo creer que era inmortal, sobre todo cuando se nos venía a la memoria la tétrica imagen de él y su Junta de Gobierno tras el Golpe, donde Pinochet posaba sentado, con los brazos cruzados, anteojos oscuros y gestos falsos.
Y se fue. Sin pedir nunca perdón, no sólo por las siempre frías cifras que le tendrían que haber atormentado, las que indicaban que fue el responsable de 3.200 muertos, 1.200 detenidos desaparecidos, 28.000 torturados y 300.000 exiliados; sino también por haber dejado en penumbras un país por largos 17 años. Se venía una semana convulsa.
Honores militares nunca vistos; pinochetistas por doquier saliendo de un avergonzado ostracismo; el discurso de su nieto, activo militar del Ejército, enarbolando banderas anti marxistas en pleno velatorio; el simbólico y valiente escupitajo al cristal de su ataúd de otro nieto, el de Carlos Prat, ante la atónita mirada de muchos; la ira gratuita de energúmenos con la prensa; la celebración en la Plaza Italia y en muchos lugares del mundo, y el análisis masivo, confirmaban, entre otras cosas, que su figura estaba de lejos de ser olvidada.
El recuerdo volvió intempestivamente, evocándonos el traicionero y violento mazazo que le dio a la historia un hombre opaco que nunca pensó en tener el poder que tuvo. “Esa hiena que mandó a fusilar gente desde el mismo sillón donde eyectaron a Allende”, como describe Alan Pauls en su novela “Historia del Llanto” a ese ser llamado Augusto José Ramón.
Pero lo importante era que ya no estaba. Que se había convertido en cenizas por temor a represalias más que por convicción. Que se había ido para siempre dejando millones de dolores y a su familia una cantidad similar, pero de dólares del Estado en sus bolsillos.
Se había ido quien creyó ser hasta sus últimos minutos un elegido divino que amenazaba desafiante desde un pedestal manchado con sangre “mirarlos a todos desde arriba porque Dios me puso ahí”, y que tenía por objetivo asesinar marxistas porque éstos seguían “matando a Dios”, como dijo en ocasiones.
Se fue con su mentiroso delirio. El mismo inmortalizado en el “no me acuerdo, pero no es cierto. Y si es cierto, no me acuerdo”, cuando respondió si él como Presidente tenía responsabilidad por las muertes perpetradas por su DINA. Paradojas nuevamente: se convirtió en un impostor de locura una persona que sin duda nunca debió de estar en sus cabales.
¿Y qué nos dejó? A Chile, una extraña mezcla de dolor y agradecimiento presente siempre en un país aún fracturado – como lo demostró bien su muerte – y la llegada de un exitoso pacto político que trajo una transición con rasgos de españolidad y un crecimiento nunca visto pero que mantuvo la desigualdad heredada del modelo económico pinochetista. Y a mí, en lo personal, una conciencia política que data del plebiscito de 1988, donde Chile despertó, y que se tradujo en la convicción de la importancia que tienen el respeto y la tolerancia. La vida ajena.
Desgraciadamente, como bien dijo Marco Antonio, su hijo menor, en una entrevista publicada ayer, no lo podremos borrar de la historia “por los cambios que realizó”. Eso es indudable. Porque Pinochet trastocó con su belicosidad la vida de muchos. Sin embargo, la perspectiva de doce meses muestra que el juicio de la historia ya comienza a condenarlo, demostrado en que casi la unanimidad mundial lo ve como el cruento dictador que fue. Además, su círculo alega irrisoriamente la persecución política tan característica de su gobierno. Esos son consuelos. Otro podría ser que tal como dijo Benedetti tras enterarse de su muerte, que Pinochet “no era eterno e invencible, como te lo hizo creer el imperio” y que se marchó “hacia el olvido, hacia las profundidades del infierno”, ante la mirada avergonzada traducida en indiferencia electoralista de muchos de quienes lo ayudaron o apoyaron.
Ahora ya Pinochet es ceniza, como espero que lo sean algún día las convicciones de sus partidarios quienes siguen defendiendo lo indefendible, amparándose todavía en ridículos afanes libertarios anti comunistas y en un agradecimiento obsecuente que podía trazar lo más intransable, como es la libertad. Espero que esas protegidas cenizas no hagan surgir nunca el infundado e injusto odio que poseía el cremado hacia quienes no vieran el mundo como él. La misma injusticia que, tal como se preguntaba en su título el periódico argentino Página 12 tras su muerte, habrá tenido el infierno para merecer esto.

lunes, 3 de diciembre de 2007

EL ARTE DE LO TÉTRICO


Perturbadora e inquietante. Retorcida y cruda. Sobran los calificativos para describir la obra de la artista neoyorquina Laurie Lipton, una mujer que ha llevado con sus dibujos a la imaginación a niveles insospechados, a un lugar lejano donde ésta puede convivir placenteramente con el miedo, las culpas, el dolor, en síntesis, con el horror humano.
Debo confesar que no la conocía: la “descubrí” sólo hace algunas semanas, tras asistir a la exposición realizada en la Casa Encendida de Madrid, donde se montó una muestra titulada “El sueño de la razón”, la cual recogía una colección de 18 dibujos a lápiz inspirados en los Caprichos de Goya, una de sus principales influencias.
Y el ir fue un acierto. Sus dibujos, de un detallismo extremo que rayan en un perfeccionismo soberbio y donde los contrastes de las luces y sombras entregan una profundidad visual asombrosa, no pueden dejar indiferente a nadie. Sí, porque sobrecogen, evocando sensaciones de poder e injusticia que se pueden encontrar en cualquier lugar, incluso en el seno de las familias aparentemente más normales.
En los trabajos de "La reina apocalíptica del lápiz", como la han llamado, además de fluir una imaginación con una intensidad similar al que puede tener el cauce de un río torrentoso, se denota un afán de provocar pero que nada tiene que ver con el patetismo al que llegan algunos artistas por los deseos de reconocimiento inmediato. (No tengo ganas de entrar en la cada vez más superflua discusión sobre lo que es arte y lo que no).De esta manera, provocando, Lipton repite tópicos que ya son marca registrada en su obra, como la muerte, el apocalipsis, lo siniestro o la manipulación, pero principalmente, la ira y la locura, dos “cosas humanas”, según la artista, con las que “no sabía qué hacer”, hasta que comenzó a dibujar con una técnica que en la actualidad es única en el mundo, en la que destaca su negativa a utilizar colores.
Buscar razones a los motivos en ocasiones puede ser útil para analizar resultados. Veamos. Una infancia claustrofóbica en los suburbios de Nueva York y una atosigante normalidad familiar podrían decir mucho de sus obsesiones. En este contexto comienza a dibujar a los 4 años. Sin embargo, no es sino 2 años más tarde cuando ocurre un hecho que marcaría su forma de llevar el lápiz al papel: sufre abusos de manos de un enfermo escapado de un centro psiquiátrico. De ahí en adelante, cierra su círculo y se centra sólo en sus cada vez más personales obras.
Más de alguien que no la conozca se imaginará a Lipton con una personalidad, un vestir y un discurso ante la vida que esté acorde a sus desgarradores dibujos. Pero nada más alejado de la realidad. Si bien ella se siente una persona “anormal”, como lo dijo en una entrevista al periódico español El Mundo hace algún tiempo, la dibujante es sociable y posee una suavidad de gestos y una sonrisa amplia, que, como ha confesado, desilusiona en primera instancia a quienes la conocen, los que esperan encontrarse con una freacky de pies a cabeza. Sí, porque Lipton está muy lejana de personas como Ciorán, el filosofo de vida pesimista, o de Sábato, el escritor argentino que hizo de la tristeza, la melancolía y el abatimiento una forma de existir que traspasaba con creces las fronteras de su obra. Laurie, al contrario de estos dos monstruos, dibuja así precisamente porque expulsa toda esa ira y esa locura en sus cuadros, pudiendo seguir la vida con su generosa sonrisa.
Se ha repetido que Durero, Memling, Van Eyck, Goya y Diane Arbus, la fotógrafa de lo extraño, han sido sus principales influencias. No obstante, veo que también en los dibujos de Lipton hay mucho del mejor cine de Linch o de Hitchcock, la creatividad de Kafka o la peculiaridad de Marck Riden (otro artista que conocí hace muy poco y que ha cautivado a Robert de Niro, Stephen King o Marilyn Manson, por nombrar a algunos), quien mezcla también inocencia y crueldad con extrema naturalidad, como si fueran palabras indivisibles.
Laurie Lipton vive en la actualidad en Londres, donde prepara una exposición en la que mostrará los horrores de la Guerra de Irak y su tratamiento en los medios de comunicación. Y la espero, porque de su mano veo imposible que salga algo que no irradie sensibilidad, que no proyecte esa extraña y fascinante mezcla de lo tétrico, lo absurdo y lo humano, que la hacen ver el mundo, y el arte, con sus singulares ojos.

martes, 27 de noviembre de 2007

EL SOLDADO INFIEL


Como buen genio, Bobby Fischer al parecer terminará preso de sus propios dones. La noticia de su internación en un hospital psiquiátrico de Reykiavik, Islandia, comienza a cerrar el ciclo de una de las leyendas más grandes del deporte mundial, el mito de una mente atormentada y enigmática que hizo prácticamente del ajedrez un deporte para ver los domingos por televisión con una cerveza en la mano.
Fisher fue un elegido, un grande de verdad, que a los 6 años ya dominaba el tablero y a los 14 era campeón de EE.UU. El hombre que muy joven deshizo la hegemonía soviética de 24 años en este deporte ante la atónita mirada del mundo, el cual observaba cómo en plena guerra fría Norteamérica le arrebataba el preciado botín a los rusos y se lo llevaba a casa por primera - y única - vez en su historia.
Para llegar a esto, un Fischer excéntrico pero domesticado, obedeció como buen soldado a Henry Kissinger, quien le pidió que ganará, y tras un comienzo dubitativo, venció inapelablemente en 1972 al soviético Boris Spassky, en el denominado “match del siglo”, disputado en la misma ciudad que hoy lo ve apagarse en la oscuridad de un manicomio. Comenzaba a nacer el mito y a morir el hombre.
Su título duró 3 años, pero su fama mucho más. Su talento le hubiese permitido estar en la cima por décadas, pero un carácter peculiar que crecía con la velocidad del éxito le hicieron perder el título por secretaría, al no aceptar las condiciones para defender su corona frente a otro ruso, Anatoly Karpov.
El ostracismo se apoderó de su persona. No se le veía por ninguna parte, hasta que en 1992 un magnate yugoeslavo reeditó el “match del siglo”, esta vez en tierras balcánicas, más específicamente en un Belgrado bloqueado por EE.UU. en aquellos años. El genio intacto venció de nuevo, llevándose tres millones de dólares. Sin embargo, esta vez no tuvo de su parte al gobierno norteamericano, si no que todo lo contrario: fue puesto en la lista de los más buscados por el FBI bajo el cargo de traición a la patria. Nada menos que 478 aeropuertos del mundo lo tenían bajo mira.
Eso no hizo más que acrecentar una condición que lo acompañó por siempre: su paranoia. Porque Bobby además de ser un excéntrico desde temprana edad (durante un torneo en Chile a los 16 años utilizó guardaespaldas y lanzó piedras a los monos en un zoológico), tenía perturbadores delirios de persecución. Una persecución que algunas veces se transformó en perspicacia, pero que en la mayoría de los casos, lo postró. Incluso, llegó a creer que sus amigos eran agentes de la CIA. Su odio a EE.UU. era irreversible; había pasado a ser el soldado infiel, un rebelde que horas después del atentado del 11 – S elogiaba a Bin Laden y decía “me cago en EE.UU.”, “muerte a EE.UU.”.
Su captura se hizo inminente y en 2004 fue apresado en un aeropuerto japonés. Estuvo allí unos meses hasta que Islandia lo acogió entregándole la nacionalidad.
En el frío escandinavo vive hasta estos días el genio de 64 años, ahora en un hospital psiquiátrico donde le intentan calmar sus fuertes paranoias, donde apaciguan ese cerebro que siempre pareció a punto de estallar, pero que poseía una brillantez que podría haber iluminado las interminables noches de los inviernos islandeses.
Esa misma mente fue la que le hizo tener un ego monstruoso, que lo hacía pensar que todos lo perseguían, que el mundo giraba en torno suyo y que en algún momento lo llevó a confesar: “Me gusta el momento en que rompo el ego de un hombre”.
Ahora, ese ego quizá comienza a apagarse, pero no a romperse, porque Bobby Fischer sabe que ya es parte de la historia, y que su propia historia siempre será digna de ser narrada.